Desde pequeños, aprendemos quiénes somos a través de las respuestas y actitudes de nuestros padres o cuidadores. Si fuiste abandonado o tus necesidades fueron ignoradas, es probable que hoy te cueste confiar en los demás. Si fuiste humillado, tal vez te sientas inseguro o reservado. Si creciste entre reglas rígidas, puede que experimentes culpa con facilidad. Estas huellas emocionales moldean nuestra manera de pensar y sentir, y a menudo limitan nuestras relaciones adultas.
Cuando un niño recibe amor, atención y mensajes coherentes, desarrolla una imagen positiva de sí mismo. En cambio, si crece con desatención, sobreprotección o mensajes contradictorios, puede convertirse en un adulto lleno de dudas, timidez o desconfianza. También influyen experiencias difíciles como pérdidas, mudanzas o malos tratos.
De adultos, solemos buscar confirmaciones de la imagen aprendida en la niñez. Es más fácil reafirmar lo conocido que cuestionarlo. Sin embargo, es importante recordar que muchas de esas creencias nacieron de las inseguridades o limitaciones de nuestros padres, no de nuestra verdadera esencia.
Una autoestima baja genera pensamientos distorsionados sobre el amor, la valía y la capacidad personal. Nos lleva a criticarnos y juzgarnos con dureza, convirtiéndonos en nuestros propios enemigos. Cambiar este patrón requiere conciencia, paciencia y práctica, pero es posible. Cada paso hacia la aceptación personal es una forma de sanar y crecer emocionalmente.
